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No resultó fácil el camino. La incesante lluvia había tornado la tierra de la senda en un fangal prácticamente intransitable. El muerto, ya absorto de flexibilidad por el tiempo que llevaba sin vida, comenzó a caerse constantemente del asno a pesar de las fuertes aunque irregulares amarraduras que llevaba desde el batey. El pobre animal hastiado por la dificultad para atravesar el barro y por la mala postura del hombre muerto, comenzó a disminuir gradualmente su paso hasta prácticamente detenerse. Los esfuerzos de los hombres por movilizar al burro fueron inútiles.
Ante esta situación el sargento se vió obligado a tomar una nueva decisión. Era cuestión de llevar al cuerpo petrificado a Macorís en los hombros de los soldados o regresarlo al Batey de nuevo y darle sepultura por allá. Este se inclinó por la segunda, a pesar de que iba a perder la oportunidad de contentar al capitán en Macorís. Rápidamente ordenó a los hombres a regresar al batey justificándose: - Ese muerto ta demasíao sucio para llevárselo al capitán. Igual se va a contentar cuando se lo notifique pasado mañana.
En solo 2 horas y media pudieron regresar al batey con el muerto a los hombros. Al arribar los hombres y con dirección del sargento procedieron a enterrar al cadáver de Encarnación Mendoza en los mismos cañaverales que atestiguaron su brutal asesinato. Fue enterrado sin pena ni gloria alguna faltando poco para las 9 de la noche.
Encarnación Mendoza jamás no pudo despedirse de su familiar, ni disfrutar de la Nochebuena con estos tal y como lo había planeado. Jamás pensó que su ojo de fugitivo lo iba a defraudar de tal manera y nunca se imaginó que después de muerto no lo velarían. Nunca fue velado, pues su tumba se perdió en los matorrales donde lo enterraron los soldados.